Si no la espada, la pared
La decadencia de valores en Occidente ha sido bien aprovechada por movimientos radicales de izquierda y de derecha con respuestas demagogas ante la pasividad de los partidos moderados
El pasado 24 de abril, Francia albergó la segunda vuelta de sus elecciones presidenciales, celebradas cada cinco años. Y otra vez, la historia de 2017 se repitió con la victoria de Emmanuel Macron ante Marine Le Pen en la final. Aun así, el resto de resultados ha cambiado diametralmente, coronando a Mélenchon en el tercer puesto y a Zemmour, correligionario de Le Pen, al cuarto. Ni rastro de Les Republicains, el equivalente al PP, ni de los socialistas. Ambos han obtenido poco más del 4% y 2% de los votos, respectivamente. Sus líderes, Pécresse e Hidalgo, parecían promesas para revitalizar con fuerza sus partidos, pero tras los gobiernos de Sarkozy y Hollande, estas formaciones se han ido borrando del mapa.
Sorprende que ninguno de los dos partidos hegemónicos de las últimas repúblicas se queden sin gobernar el Elíseo una década, y todavía más el hecho de que hayan obtenido menos del 5% de los votos. Por eso, hace gracia ver a Sánchez y Feijóo encomendarse a Macron como si fuera de su partido, cuando sus formaciones políticas en el país vecino no han salido subsuelo, con una gran pérdida en subvenciones por acabar por debajo de dicho porcentaje.
La enhorabuena de Arrimadas es justo el caso contrario. Éxito de los correligionarios franceses de Ciudadanos, y casi desaparición de este partido en España. Por su parte, a pesar de la euforia de Vox por el crecimiento de Le Pen, esta ha vuelto a perder las elecciones. Y Mélenchon se ha quedado a las puertas de la segunda vuelta, mientras Unidas Podemos está en época de vacas flacas, aunque forme parte del gobierno de coalición. Con los símiles de ambos lados de la frontera, ninguno consigue que su tendencia triunfe todo lo que quisiera en los dos países a la vez.
Es irónico lo del "cordón sanitario" a Le Pen, cuando no ha estado muy lejos de ganar. En todo caso, ese palabro se lo han aplicado a los partidos de Pécresse e Hidalgo, que, aun en esas, intuyo que son bastante más intelectuales y abiertos que PP y PSOE. Además, las formaciones de De Gaulle y de Mitterrand han resistido más de 70 años entre los dos primeros puestos. Ya veremos cuánto aguantan Génova y Ferraz, que todavía forman parte de una democracia bastante más joven, con un sistema parlamentario que les da oxígeno para seguir ganando casi todas las elecciones.
Le Pen ha vuelto a perder cinco años después, pero con más votos. Además, su partido ha ganado las dos últimas elecciones europeas, las de 2014 y 2019. Incluso, ha arrasado en la Francia colonial, llamada eufemísticamente como de Ultramar. Es el caso irónico de Mayotte, una isla africana de mayoría musulmana que le ha apoyado con casi el 60% de los votos. Problemas como la inmigración ilegal y el hecho de tener el mayor umbral de pobreza del país han servido de trampolín en la victoria de la líder de Agrupación Nacional allí.
Desde mi perspectiva, el crecimiento de los partidos de la derecha y de la izquierda radicales, como muestra el ejemplo de Le Pen y Mélenchon, se debe principalmente a la falta de valores que ha producido el capitalismo salvaje. Menos vivir y más trabajar por el beneficio, es la base del relativismo y una máxima a la que los extremismos saben plantear alternativas, por muy ilusorias y caducas que resulten.
Occidente ha renunciado a sus valores que la han hecho progresar en muchos aspectos. La búsqueda de la vida digna contra la explotación en el trabajo, algo que el 1 de mayo nos recuerda, está en un segundo plano. Las múltiples formas de conjugar filosofías colectivistas e individualistas han supuesto un éxito de las sociedades del primer mundo. Sin embargo, la idea de poder se ha apropiado de los conceptos de lo público y de lo privado. La búsqueda del beneficio y del crecimiento económico a cualquier precio ha desembocado en la precarización laboral.
El concepto de empresa como instrumento para prosperar se ha convertido en el fin. El individuo es ahora la herramienta, y la compañía, una estructura abstracta, el objetivo. Se han invertido los roles. Con el avance de la tecnología ocurre lo mismo: el producto se transforma en el amo. Delegamos nuestra responsabilidad en máquinas, cuyos algoritmos controlan élites. Esto demuestra que el ser humano seguirá teniendo el poder, pero solo cierto tipo que conozca bien las tripas del asunto.
Por su parte, el Estado, como supuesta institución garante del bien común, se corrompe en simple empresa que se quiere quedar con tu dinero, y el mantenimiento de los servicios públicos pasa a ser un leitmotiv o una simple excusa para recaudar por meros motivos de poder.
Ante esto, en el mundo occidental, la izquierda y la derecha moderadas, junto con otras corrientes "centristas", miran para otro lado en este devenir histórico. Y ese hueco abandonado es aprovechado por los movimientos radicales. La extrema derecha suele acudir principalmente a elementos identitarios como escudo de protección ante amenazas globales (aunque algunos de estos, como el nacionalismo, también engloban con éxito al pensamiento opuesto, como en el caso de España). Justificándose en la pérdida de valores, defiende cualquier cualquier tipo de tradición, aunque esta suponga un retroceso en derechos, con un único concepto de la familia, de la sexualidad, de la religión y de la patria.
En el otro lado, la extrema izquierda primermundista basa su mensaje predominantemente en la protección económica, interpretándola como un conjunto de paguitas y parches, acompañado de un fuerte intervencionismo estatal, que dificulta la inversión, y de grandes subidas de impuestos, que acaban pagando más los que menos tienen. En el plano cultural, utiliza un revisionismo de la historia para censurar todo aquello sospechoso de difundir algo discriminatorio, que podría servir para estudiar con más profundidad otra época, entendiendo mejor su contexto. También se obsesiona con moldear el lenguaje, como si con eso se consiguiera la igualdad ("todos y todas"). Además, no se opone con mucho entusiasmo a los regímenes comunistas de hoy en día.
En Occidente, la extrema izquierda está más perdonada, ya que existe una ley no escrita que dice que, solo por su defensa del feminismo y del colectivo LGTBI, hay que considerarla como una ideología moderada. A pesar de que manifieste otras formas de discriminación más allá del racismo, del machismo y de las fobias hacia los no heterosexuales. Aun así, la extrema derecha triunfa más en los votos, gracias en parte a la obsesión enfermiza de su opuesto por establecer un canon de lo "políticamente correcto", dentro de un contexto en el que todavía estas cuestiones siguen siendo un tabú en muchos aspectos. Por tanto, dichos temas no suponen un problema electoral para los partidos que los aborrecen desde los sectores más conservadores.
Cuando el statu quo ya no responde con eficiencia a determinadas necesidades, siempre hay una oportunidad para mostrar una alternativa supuestamente rompedora. Porque señalar a culpables solo en el establishment ha servido de excusa desde el principio de nuestra existencia. Aparte de este fatalismo, nos encontramos con la actitud clientelar del votante, que suele elegir por el criterio de castigo con obsolescencia programada. El "así espabilan todos" resume muy bien esta realidad. Luego, se dará cuenta de que sus libertades están en juego y volverá a apoyar a "los de siempre".
La pérdida de valores también se ha traducido en el abandono de la idea de comunidad. Cuando los medios se asemejan a gabinetes de comunicación de los partidos, la disonancia cognoscitiva tiende a agrandarse, atomizando la convivencia. Los filtros de la web nos muestran la información que nos interesa, dificultando el contraste con todo aquello que nos incomoda. Y el término de "sociales" que reciben las redes suena a oxímoron.
Ante esta deriva, debería ser una prioridad política tratar en profundidad el avance de la inteligencia artificial, que, como toda buena noticia, plantea también escenarios oscuros. Ya se habla del paso del humanismo al dataísmo, en un mundo donde nuestros sentidos pasarían a un segundo plano ante la creencia ciega en los datos. Nuestra responsabilidad en la gestión de los mismos merece bastante más atención, porque, muy posiblemente, represente la mayor amenaza de cara al futuro.
El colonialismo de la información de países en vías de desarrollo por parte de grandes potencias, concretamente desde las élites, podría acelerar la desigualdad como nunca antes. Y esta situación sería aprovechada de forma más incisiva por los extremismos, deseosos de nacionalizar la industria del mañana, con la premisa falsa de que la población local controlará mejor su privacidad ante amenazas procedentes del extranjero. Sin embargo, ese poder residiría exclusivamente en los gobernantes, que tendrían más vía libre para vigilar y jaquear a sus compatriotas. Por desgracia, el debate sobre el Big Data no ha aterrizado en la política, a pesar de que la creación y destrucción de empleo están ligadas al progreso tecnológico, con el surgimiento de nuevos conceptos y dilemas en el ámbito laboral.
El problema no está en la expansión de la idea de familia, como algunos movimientos sectarios pregonan desde el tradicionalismo más rancio, sino en el valor que se le da a esta, a otros seres queridos y a nosotros mismos como prioridad ante la rutina exigente del trabajo y otros menesteres de la vida.
El relativismo occidental del "todo vale" es consecuencia de la búsqueda ciega del confort, que los sistemas de nuestro entorno venden con la democratización del consumo, como algo que cae de los árboles. Lo que explica que gobiernos de Europa y Norteamérica pequen de buenismo con regímenes de sultanes y ayatolás en busca de beneficios. Y que, por este fenómeno, ciertos partidos aprovechen con éxito la indignación ante estas relaciones venenosas, diciendo que todos los habitantes de esos estados son yihadistas e invasores. Sobre todo, si emigran al primer mundo para sobrevivir, y no cuentan con los casoplones y los cochazos de los jeques.
Si nos fijamos en los bajos índices de popularidad de Macron en Francia, y en las elecciones de las que ha salido ganador, podemos interpretar que los galos han visto a Le Pen como la espada y a su actual presidente como lo menos malo, la pared.
Enhorabuena por el artículo. Me parece un análisis riguroso y bien documentado de la clase política francesa.
ResponderEliminarHe aprendido mucho leyéndolo pues aunque geográficamente esté tan cerca, creo que la mayoría de los ciudadanos –entre los que me incluyo-, ignoramos gran parte de los entresijos socio-políticos de nuestro país vecino y, por extensión, del resto de países.
Gracias por abrirnos los ojos y desde luego… prefiero la pared a la espada.